Ningún otro período de la historia ha sido más impregnado por las ciencias naturales,
ni más dependiente de ellas, que el siglo XX. No obstante, ningún otro período, desde
la retractación de Galileo, se ha sentido menos a gusto con ellas. Esta es la paradoja
con que los historiadores del siglo deben lidiar. Pero antes de intentarlo, hay que
comprobar la magnitud del fenómeno.
En 1919 el número total de físicos y químicos alemanes y británicos juntos llegaba, quizás,
a los 8.000. A finales de los años ochenta, el número de científicos e ingenieros involucrados
en la investigación y el desarrollo experimental en el mundo, se estimaba en unos 5 millones,
de los que casi 1 millón se encontraban en los Estados Unidos, la potencia científica puntera,
y un número ligeramente mayor en los estados europeos. 1
Aunque los científicos seguían siendo una fracción mínima de la población, incluso en
los países desarrollados, su número crecía espectacularmente, y llegaría prácticamente a
doblarse en los veinte años posteriores a 1970, incluso en las economías más avanzadas.
Sin embargo, a fines de los ochenta eran la punta de un iceberg mucho mayor de lo que
podría llamarse personal científico y técnico potencial, que reflejaba en esencia la
evolución educativa de la segunda mitad del siglo (véase el capítulo 10). Representaban,
tal vez el 2 por 100 de la población global, y puede que el 5 por 100 de la población
estadounidense (UNESCO, 1991, cuadro 5. 1). Los científicos propiamente dichos eran
seleccionados por medio de tesis doctorales avanzadas que se convirtieron en el pasaporte
de entrada en la profesión. En los años ochenta un país occidental avanzado medio
generaba unos 130-140 de estos doctores en ciencias al año por cada millón de
habitantes (Observa-toire, 1991). Estos países empleaban también sumas astronómicas
en estas actividades, la mayoría de las cuales procedían del erario público, incluso en los
países de más ortodoxo capitalismo. De hecho, las formas más caras de la «alta ciencia»
estaban incluso fuera del alcance de cualquier país individual, a excepción (hasta los
años noventa) de los Estados Unidos.
De todas maneras, se produjo una gran novedad. Pese a que el 90 por 100 de las
publicaciones científicas (cuyo número se doblaba cada diez años) aparecían en cuatro
idiomas (inglés, ruso, francés y alemán), el eurocentrismo científico terminó en el siglo
XX. La era de las catástrofes y, en especial, el triunfo temporal del fascismo, desplazaron
su centro de gravedad a los Estados Unidos, donde ha permanecido. Entre 1900 y 1933
sólo se habían otorgado siete premios Nobel a los Estados Unidos, pero entre 1933 y
1970 se les concedieron setenta y siete. Los otros países de asentamiento europeo (Canadá,
Australia, la a menudo infravalorada Argentina)2 también se convirtieron en centros de
investigación independientes aunque algunos de ellos, por razones de tamaño o de política,
exportaron a la mayoría de sus principales científicos (Nueva Zelanda, Suráfrica, etc.)
Al mismo tiempo, el auge de los científicos no europeos, especialmente de Extremo
Oriente y del subcontinente indio, era muy notable. Antes del final de la segunda guerra
mundial sólo un asiático había ganado un premio Nobel en ciencias (C. Raman, en física,
el año 1930). Desde 1946 estos premios se han otorgado a más de diez investigadores con
nombre japonés, chino, hindú o paquistaní, aunque se sigue infravalorando el auge de la
ciencia asiática de la misma forma que antes de 1933 se infravaloraba el de la ciencia
estadounidense. Sin embargo, a fines del siglo todavía había zonas del mundo que
generaban muy pocos científicos en términos absolutos y aún menos en términos relativos,
como por ejemplo la mayor parte de África y de América Latina.
No obstante, resulta notable que al menos un tercio de los premiados asiáticos no
figuren como científicos de sus respectivos países de origen, sino como estadounidenses
(veintisiete de los laureados estadounidenses son inmigrantes de primera generación).
Porque, en un mundo cada vez más globalizado, el hecho de que las ciencias naturales
hablen un mismo lenguaje y empleen una misma metodología ha contribuido,
paradójicamente, a que se concentren en los pocos centros que disponen de los medios
adecuados para desarrollar su trabajo; es decir, en unos pocos países ricos altamente
desarrollados y, sobre todo, en los Estados Unidos.
Los cerebros del mundo que en la era de las catástrofes escaparon de Europa por
razones políticas, se han ido de los países pobres a los países ricos desde 1945
principalmente por razones económicas. 3 Esto es normal, puesto que durante los años
setenta y ochenta los países capitalistas desarrollados sumaban casi las tres cuartas partes
del total de las inversiones mundiales en investigación y desarrollo, mientras que los
países pobres («en desarrollo») no invertían más del 2 o 3 por 100 (UN World Social
Situation, 1989, p. 103).
Sin embargo, incluso dentro del mundo desarrollado la ciencia fue concentrándose
gradualmente, en parte debido a la reunión de científicos y recursos, por razones de
eficacia, y en parte porque el enorme crecimiento de los estudios superiores creó
inevitablemente una jerarquía, o más bien una oligarquía, entre sus instituciones. En los
años cincuenta y sesenta la mitad de los doctorados de los Estados Unidos salió de las
quince universidades de mayor prestigio, a las que procuraban acudir la mayoría de los
jóvenes científicos más brillantes. En un mundo democrático y populista, los científicos
formaban una elite que se concentró en unos pocos centros financiados. Como especie
se daban en grupo, porque la comunicación, el tener «alguien con quien hablar», era
fundamental para sus actividades. A medida que pasó el tiempo estas actividades fueron
cada vez más incomprensibles para los no científicos, aunque hiciesen un esfuerzo
desesperado por entenderlas con la ayuda de una amplia literatura de divulgación, escrita
algunas veces por los mejores científicos. En realidad, a medida que aumentaba la
especialización, incluso los propios científicos necesitaron revistas para explicarse
mutuamente lo que sucedía fuera de sus campos.
Que el siglo XX dependía de la ciencia es algo que no necesita demostración. La ciencia
«avanzada», es decir, el tipo de conocimiento que no podía adquirirse con la experiencia
cotidiana, ni practicarse o tan siquiera comprenderse sin muchos años de estudios, que
culminaban con unas esotéricas prácticas de posgrado, tuvo un estrecho margen de aplicación
hasta finales del siglo XIX. La física y las matemáticas del siglo XVII influían en los ingenieros,
mientras que, a mediados del reinado de Victoria, los descubrimientos químicos y eléctricos de
finales del siglo XVIII y principios del XIX eran ya esenciales para la industria y las
comunicaciones, y los estudios de los investigadores científicos profesionales se
consideraban la punta de lanza incluso de los avances tecnológicos. En resumen, la
tecnología basada en la ciencia estaba ya en el centro del mundo burgués del siglo
XIX, aunque la gente práctica no supiese muy bien qué hacer con los triunfos de la
teoría científica, salvo, en los casos adecuados, convertirla en ideología, como
sucedió en el siglo XVIII con Newton y a fines del XIX con Darwin.
Sin embargo, muchas áreas de la vida humana seguían estando regidas casi
exclusivamente por la experiencia, la experimentación, la habilidad, el sentido
común entrenado y, a lo sumo, la difusión sistemática de conocimientos sobre las
prácticas y técnicas disponibles. Este era claramente el caso de la agricultura, la
construcción, la medicina y de toda una amplia gama de actividades que satisfacían
las necesidades y los lujos de los seres humanos.
Esto empezó a cambiar en algún momento del último tercio del siglo. En la era
del imperio no sólo comenzaron a hacerse visibles los resultados de la alta tecnología
moderna (no hay más que pensar en los automóviles, la aviación, la radio y el
cinematógrafo), sino también los de las modernas teorías científicas: la relatividad, la
física cuántica o la genética. Se pudo ver además que los descubrimientos más
esotéricos y revolucionarios de la ciencia tenían un potencial tecnológico inmediato,
desde la telegrafía sin hilos hasta el uso médico de los rayos X, basados ambos en
descubrimientos realizados hacia 1890. No obstante, aun cuando la alta ciencia del
siglo XX era ya perceptible antes de 1914, y pese a que la alta tecnología de etapas
posteriores estaba ya implícita en ella, la ciencia no había llegado todavía a ser algo
sin lo cual la vida cotidiana era inconcebible en cualquier parte del mundo.
Y esto es lo que está sucediendo a medida que el milenio toca a su fin. Como
hemos visto (capítulo IX), la tecnología basada en las teorías y en la investigación
científica avanzada dominó la explosión económica de la segunda mitad del siglo
XX, y no sólo en el mundo desarrollado. Sin los conocimientos genéticos, la India e
Indonesia no hubieran podido producir suficientes alimentos para sus crecientes
poblaciones, y a finales de siglo la biotecnología se había convertido en un elemento
importante para la agricultura y la medicina.
El caso es que estas tecnologías se basaban en descubrimientos y teorías tan
alejados del entorno cotidiano del ciudadano medio, incluso en los países más
avanzados del mundo desarrollado, que sólo unas docenas, o a lo sumo unos
centenares de personas en todo el mundo podían entrever inicialmente que tenían
implicaciones prácticas. Cuando el físico alemán Otto Hahn descubrió la fisión
nuclear a principios de 1939, incluso algunos de los científicos más activos en ese campo,
como el gran Niels Bohr (1885-1962), dudaron de que tuviese aplicaciones prácticas en
la paz o en la guerra, por lo menos en un futuro previsible. Y si los físicos que
comprendieron su valor potencial no se lo hubieran comunicado a sus generales y a sus
políticos, éstos no se hubieran enterado de ello, salvo que fuesen licenciados en física, lo
que no era frecuente.
Por poner otro ejemplo, el célebre texto de Alan Turing de 1935, que proporcionaría los
fundamentos de la moderna teoría informática, había sido escrito originalmente como una
exploración especulativa para lógicos matemáticos. La guerra dio a él y a otros científicos
la oportunidad de traducir la teoría a unos primeros pasos de la práctica empleándola para
descifrar códigos, pero cuando el texto se publicó originalmente, nadie, a excepción de un
puñado de matemáticos, pareció enterarse de sus implicaciones. Este genio de tez pálida
y aspecto desmañado, que era por aquel entonces un joven becario aficionado al jogging
y que se convirtió póstumamente en una especie de ídolo para los homosexuales, no era
una figura destacada ni siquiera en su propia facultad universitaria, o al menos yo no lo
recuerdo como tal. 4 Incluso cuando los científicos se entregaban a la resolución de
problemas de importancia conocida, sólo unos pocos cerebros aislados en una pequeña parcela
intelectual podían darse cuenta de lo que se traían entre manos. Por ejemplo, el autor
de estas líneas era un becario en Cambridge durante la misma época en que Crick y Watson
preparaban su triunfal descubrimiento de la estructura del ADN (la «doble hélice»), que fue
inmediatamente reconocido como uno de los grandes acontecimientos científicos del siglo.
Sin embargo, aunque recuerdo que en aquella época coincidí con Crick en diversos actos
sociales, la mayoría de nosotros ignorábamos por completo que tan extraordinarios
acontecimientos tenían lugar a pocos metros de la puerta de nuestra facultad, en
laboratorios ante los que pasábamos regularmente y en bares donde íbamos a tomar unas
copas. No es que tales cuestiones no nos interesasen, sino que quienes trabajaban en ellas
no veían la necesidad de explicárnoslas, ya que ni hubiésemos podido contribuir a su
trabajo, ni siquiera comprendido exactamente cuáles eran sus dificultades.
No obstante, por más esotéricas o incomprensibles que fuesen las inno-
vaciones científicas, una vez logradas se traducían casi inmediatamente en
tecnologías prácticas. Así, los transistores surgieron, en 1948, como un subproducto de
investigaciones sobre la física de los sólidos, es decir, de las propiedades
electromagnéticas de cristales ligeramente imperfectos (sus inventores recibieron el
premio Nobel al cabo de ocho años); como sucedió con el láser (1960), que no surgió de
estudios sobre óptica, sino de trabajos para hacer vibrar moléculas en resonancia con un
campo eléctrico (Bernal, 1967, p. 563). Sus inventores también fueron rápidamente
recompensados con el premio Nobel, como lo fue, tardíamente, el físico soviético de
Cambridge Peter Kapitsa (1978) por sus investigaciones acerca de la física de bajas
temperaturas, que dieron origen a los superconductores.
La experiencia de las investigaciones realizadas durante la guerra, entre 1939 y
1946, que demostró, por lo menos a los anglonorteamericanos, que una gran concentración
de recursos podía resolver los problemas tecnológicos más complejos en un intervalo de
tiempo sorprendentemente corto, 5 animó a una búsqueda tecnológica sin tener en cuenta
los costes, ya fuese con fines bélicos o por prestigio nacional, como en la exploración del
espacio. Esto, a su vez, aceleró la transformación de la ciencia de laboratorio en
tecnología, parte de la cual demostró tener una amplia aplicación a la vida cotidiana. El
láser es un ejemplo de esta rápida transformación. Visto por primera vez en un laboratorio en
1960, a principios de los ochenta había llegado ya a los consumidores a través del disco
compacto. La biotecnología llegó al público aún con mayor rapidez: las técnicas de
recombinación del ADN, es decir, las técnicas para combinar genes de una especie con
genes de otra, se consideraron factibles en la práctica en 1973. Menos de veinte años
después la biotecnología era una de las inversiones principales en medicina y agricultura.
Además, y gracias en buena medida a la asombrosa expansión de la información
teórica y práctica, los nuevos avances científicos se traducían, en un lapso de tiempo
cada vez menor, en una tecnología que no requería ningún tipo de comprensión por parte
de los usuarios finales. El resultado ideal era un conjunto de botones o un teclado a
prueba de tontos que sólo requería que se presionase en los lugares adecuados para
activar un proceso automático, que se autocorregía e incluso, en la medida de lo posible,
tomaba decisiones, sin necesitar nuevas aportaciones de las limitadas y poco fiables
habilidades e inteligencia del ser humano medio. En realidad, el proceso ideal podía
programarse para actuar sin ningún tipo de intervención humana a menos que algo se
estropease. El método de cobro de los supermercados de los años noventa tipificaba esta
eliminación del elemento humano. No requería del cajero más que el conocimiento de los
billetes y monedas del país y la acción de registrar la cantidad entregada por el
comprador.
Un lector automático traducía el código de barras de los productos en el precio de los
mismos, sumaba todas las compras, restaba el total de la cantidad dada por el
comprador e indicaba al cajero el cambio que tenía que devolver. El procedimiento
que se requiere para realizar todas estas actividades con seguridad es
extraordinariamente complejo, basado como está en la combinación de un hardware
altamente sofisticado con unos programas muy elaborados. Pero hasta que —o a
menos que— algo se estropease, estos milagros de la tecnología científica de finales
del siglo XX no pedían a los cajeros más que el conocimiento de los números
cardinales, una cierta atención y una capacidad mayor de tolerancia al aburrimiento.
Ni siquiera requería alfabetización. Por lo que hacía a la mayoría de ellos, las fuerzas
que les decían que debía informar al cliente que tenía que pagar 2 libras con 15
peniques y les explicaban que había de ofrecerle 7 libras y 85 peniques como cambio
por un billete de 10 libras no les importaban ni les eran comprensibles. No
necesitaban comprender nada acerca de las máquinas para trabajar con ellas. Los
aprendices de brujo ya no tenían que preocuparse por su falta de conocimientos.
A efectos prácticos, la situación del cajero del supermercado ejemplifica la norma
humana de finales de siglo: la realización de milagros con una tecnología científica
de vanguardia que no necesitamos comprender o modificar, aunque sepamos o
creamos saber cómo funciona. Alguien lo hará o lo ha hecho ya por nosotros. Porque,
aun cuando nos creamos unos expertos en un campo u otro, es decir, la clase de
persona que podría hacer funcionar un aparato concreto estropeado, que podría
diseñarlo o construirlo, enfrentados a la mayor parte de los otros productos
científicos y tecnológicos de uso diario somos unos neófitos ignorantes. Y aunque no
lo seamos, nuestra comprensión de lo que hace que una cosa funcione, y de los
principios en que se sustenta, son conocimientos de escasa utilidad, como lo son los
procesos técnicos de fabricación de las barajas para el jugador (honrado) de poker.
Los aparatos de fax han sido diseñados para que los utilicen personas que no tienen
ni la más remota idea de por qué una máquina reproduce en Londres un texto emitido
en Los Angeles. Y no funcionan mejor cuando los manejan profesores de electrónica.
Así, a través de la estructura tecnológicamente saturada de la vida humana, la
ciencia demuestra cada día sus milagros en el mundo de fines del siglo XX. Es tan
indispensable y omnipresente —ya que hasta en los rincones más remotos del planeta
se conocen el transistor y la calculadora electrónica— como lo es Alá para el
creyente musulmán. Podemos discutir cuándo se empezó a ser consciente, por lo
menos en las zonas urbanas de las sociedades industriales «desarrolladas», de la
capacidad que poseen algunas actividades humanas para producir resultados
sobrehumanos. Ello sucedió, con toda seguridad, tras la explosión de la primera
bomba atómica en 1945. Sin embargo, no cabe duda de que el siglo XX ha sido el
siglo en que la ciencia ha transformado tanto el mundo como nuestro conocimiento
del mismo.
Hubiéramos podido esperar que las ideologías del siglo XX glorificasen los logros de la
ciencia, que son los logros de la mente humana, tal como hicieron las ideologías laicas del
siglo XIX. Hubiéramos esperado también que se debilitase la resistencia de las ideologías
religiosas tradicionales, que durante el siglo pasado fueron los grandes reductos de
resistencia a la ciencia. Y ello no sólo porque el arraigo de las religiones tradicionales
disminuyó durante todo el siglo, como veremos, sino también porque la propia religión
llegó a ser tan dependiente de la alta tecnología científica como cualquier otra actividad
humana en el mundo desarrollado. Un obispo, un imán o un santón podían actuar a
comienzos del siglo XX como si Galileo, Newton, Faraday o Lavoisier nunca hubieran
existido, es decir, sobre la base de la tecnología del siglo XV y de aquella parte de la del
siglo XIX que no plantease problemas de compatibilidad con la teología o los textos
sagrados. Resultó cada vez más difícil hacerlo en una época en que el Vaticano se veía
obligado a comunicarse vía satélite y a probar la autenticidad de la sábana santa de Turín
mediante la datación por radiocarbono, en que el ayatolá Jomeini difundía sus mensajes en
Irán mediante grabaciones magnetofónicas, y cuando los estados que seguían las leyes
coránicas trataban de equiparse con armas nucleares. La aceptación de facto de la ciencia
contemporánea más elevada a través de la tecnología que dependía de ella era tal que en la
Nueva York de fin de siglo las ventas de equipos electrónicos y fotográficos de alta
tecnología eran en buena medida la especialidad del jasidismo, una rama oriental del
judaismo mesiánico conocida sobre todo por su extremo ritualismo y por su insistencia en
llevar una indumentaria semejante a la de los polacos del siglo XVIII, y por preferir la
emoción extática a la investigación intelectual.
En algunos aspectos, la superioridad de la «ciencia» era aceptada incluso oficialmente.
Los fundamentalistas protestantes estadounidenses que rechazaban la teoría de la
evolución por ser contraria a las sagradas escrituras, ya que según éstas el mundo tal
como lo conocemos fue creado en seis días, exigían que la enseñanza de la teoría
darwinista se sustituyese o, al menos, se compensase, con la enseñanza de lo que ellos
describían como «ciencia de la creación».
Pese a todo, el siglo XX no se sentía cómodo con una ciencia de la que dependía y que
había sido su logro más extraordinario. El progreso de las ciencias naturales se realizó
contra un trasfondo de recelos y temores que, ocasionalmente, se convertía en un arrebato
de odio y rechazo hacia la razón y sus productos. Y en el espacio indefinido entre la
ciencia y la anticiencia, entre los que buscaban la verdad última por el absurdo y los
profetas de un mundo compuesto exclusivamente de ficciones, nos encontramos cada vez
más con la «ciencia ficción», ese producto —muy anglonorteamericano— característico
del siglo, en especial de su segunda mitad. Este género, anticipado por Julio Verne (1828-
1905), fue iniciado por H. G. Wells (1866-1946) a finales del siglo XIX. Mientras sus
formas más juveniles —como las series de televisión y los westerns espaciales
cinematográficos, con naves espaciales y rayos mortíferos en lugar de caballos y
revólveres— continuaban la vieja tradición de aventuras fantásticas con artilugios de alta
tecnología, en la segunda mitad del siglo las contribuciones más serias al género empezaron
a ofrecer una versión sombría, o cuando menos ambigua, de la condición humana y de sus
expectativas.
Los recelos y temores hacia la ciencia se vieron alimentados por cuatro sentimientos: el
de que la ciencia era incomprensible; que sus consecuencias (ya fuesen) prácticas (o
morales) eran impredecibles y probablemente catastróficas; que ponía de relieve la
indefensión del individuo y que minaba la autoridad. Sin olvidar el sentimiento de que la
ciencia era intrínsecamente peligrosa en la medida en que interfería el orden natural de las
cosas. Los dos sentimientos que he mencionado en primer lugar eran compartidos por
científicos y legos; los dos últimos correspondían más bien a los legos. Las personas sin
formación científica sólo podían reaccionar contra su sensación de impotencia intentando
explicar lo que «la ciencia no podía explicar», en la línea de la afirmación de Hamlet de
que «hay más cosas en el cielo y la tierra... de las que puede soñar tu filosofía»; negándose
a creer que la «ciencia oficial» pudiera explicarlas y ansiosos por creer en lo inexplicable
porque parecía absurdo. En un mundo desconocido e inexplicable todos nos enfrentaríamos
a la misma impotencia. Cuanto más palpables fuesen los éxitos de la ciencia,
mayor era el ansia por explicar lo inexplicable.
Poco después de la segunda guerra mundial, que culminó en la bomba atómica, los
Estados Unidos (1947) —seguidos poco tiempo después, como de costumbre, por sus
parientes culturales británicos— se pusieron a observar la llegada masiva de OVNIs,
«objetos volantes no identificados», evidentemente inspirados por la ciencia ficción. Se
creyó de buena fe que estos objetos procedían de civilizaciones extraterrestres, distintas y
superiores a la nuestra. Los observadores más entusiastas llegaron a ver cómo sus pasajeros,
con cuerpos de extraño aspecto, emergían de esos «platillos volantes», y un par de ellos
hasta aseguraron haber dado un paseo en sus naves. El fenómeno adquirió una dimensión
mundial, aunque un mapa de los aterrizajes de estos extraterrestres mostraría una notable
predilección por aterrizar o circular sobre territorios anglosajones. Cualquier actitud
escéptica respecto de los ovnis se achacaba a Jos celos de unos científicos estrechos de
miras que eran incapaces de explicar los fenómenos que se producían más allá de su limitado
horizonte, o incluso a una conspiración de quienes mantenían al hombre de la calle en
una servidumbre intelectual para mantenerle lejos de la sabiduría superior.
Estas no eran las creencias en la magia y en los milagros propias de las sociedades
tradicionales, para quienes tales intervenciones en la realidad formaban parte de unas vidas
muy poco controlables, y eran mucho menos sorprendentes que, por poner un ejemplo, la
contemplación de un avión o la experiencia de hablar por teléfono. Ni formaban parte
tampoco de la universal y permanente fascinación humana por todo lo monstruoso, lo raro
y lo maravilloso, de que la literatura popular ha dado testimonio desde la invención de la
imprenta y los grabados en madera hasta las revistas ilustradas de supermercado.
Expresaban un rechazo a las reivindicaciones y dictados de la ciencia, a veces conscientemente,
como en la extraordinaria (y norteamericana) rebelión de algunos grupos marginales contra
la práctica de fluorizar los suministros de agua cuando se descubrió que la ingestión
diaria de este elemento reducía drásticamente los problemas dentales de la población
urbana. Estos grupos se resistieron apasionadamente a la fluorización no sólo por defender
su libertad de tener caries, sino, por parte de sus antagonistas más extremos, por considerarla
una vil conspiración para debilitar a los seres humanos envenenándolos. En este tipo de
reacciones, vivamente reflejadas por Stanley Kubrik en 1963 con su película ¿Teléfono rojo?
Volamos hacia Moscú, los recelos hacia la ciencia se mezclaban con el miedo a sus consecuencias prácticas.
El carácter enfermizo de la cultura norteamericana ayudó también a difundir estos
temores, a medida que la vida se veía cada vez más inmersa en la nueva tecnología,
incluyendo la tecnología médica, con sus riesgos. La predisposición peculiar de los
norteamericanos para resolver todas las disputas humanas a través de litigios nos permite
hacer un seguimiento de estos miedos (Huber, 1990, pp. 97-118). ¿Causaban los
espermaticidas defectos en el nacimiento? ¿Eran los tendidos eléctricos de alta tensión
perjudiciales para la salud de las personas que vivían cerca de ellos? La distancia entre los
expertos, que tenían algún criterio a partir del cual juzgar, y los legos, que sólo tenían
esperanza o miedo, se ensanchó a causa de la diferencia entre una valoración
desapasionada, que podía considerar que un pequeño grado de riesgo era un precio aceptable
a cambio de un gran beneficio, y los individuos que, comprensiblemente, deseaban un
riesgo cero, al menos en teoría. 6
Estos eran los temores que la desconocida amenaza de la ciencia causaba a los
hombres y mujeres que sólo sabían que vivían bajo su dominio. Temores cuya intensidad
y objeto variaba según la naturaleza de sus puntos de vista y temores acerca de la
sociedad contemporánea (Fischhof et al., 1978, pp. 127-152). 7
Sin embargo, en la primera mitad del siglo las mayores amenazas para la ciencia no
procedían de quienes se sentían humillados por su vasto e incontrolable poder, sino de
quienes creían poder controlarla. Los dos únicos tipos de regímenes políticos que (aparte
de las entonces raras conversiones al fundamentalismo religioso) dificultaron la
investigación científica estaban profundamente comprometidos en principio con el progreso
técnico ilimitado y, en uno de los casos, con una ideología que lo identificaba con la «ciencia»
y que alentaba a la conquista del mundo en nombre de la razón y la experimentación. Así, tanto
el estalinismo como el nacionalsocialismo alemán rechazaban la ciencia, aunque con
diferentes argumentos y pese a que ambos la empleasen para fines tecnológicos. Lo que
ambos objetaban era que desafiase visiones del mundo y valores expresados en forma de
verdades a priori.
Ninguno de los dos se sentía a gusto con la física posteinsteiniana. Los nazis la
rechazaban por «judía» y los ideólogos soviéticos porque no era suficientemente
«materialista», en el sentido que Lenin daba al término, si bien ambos la toleraron en la
práctica, puesto que los estados modernos no podían prescindir de los físicos
posteinsteinianos. Sin embargo, los nazis se privaron de los mejores talentos dedicados a
la física en la Europa continental al forzar al exilio a los judíos y a otros antagonistas
políticos, destruyendo así, de paso, la supremacía científica germana de principios de siglo.
Entre 1900 y 1933, 25 de los 66 premios Nobel de física y de química habían correspondido
a Alemania, mientras que después de 1933 sólo recibió uno de cada diez. Ninguno
de los dos regímenes sintonizaba tampoco con las ciencias biológicas.
La política racial de la Alemania nazi horrorizó a los genetistas responsables que —
sobre todo debido al entusiasmo de los racistas por la eugenesia— habían empezado ya
desde la primera guerra mundial a marcar distancias respecto de las políticas de selección
genética y reproducción humana (que incluía la eliminación de los débiles y «tarados»),
aunque debamos admitir con tristeza que el racismo nazi encontró bastante apoyo entre los
médicos y biólogos alemanes (Proctor, 1988).
En la época de Stalin, el régimen soviético se enfrentó con la genética, tanto por
razones ideológicas como porque la política estatal estaba comprometida con el principio
de que, con un esfuerzo suficiente, cualquier cambio era posible, siendo así que la ciencia
señalaba que este no era el caso en el campo de la evolución en general y en el de la
agricultura en particular. En otras circunstancias, la polémica entre los biólogos
evolucionistas seguidores de Darwin (que consideraban que la herencia era genética) y los
seguidores de Lamarck (que creían en la transmisión hereditaria de los caracteres adquiridos
y practicados durante la vida de una criatura) se hubiera ventilado en seminarios y
laboratorios. De hecho, la mayoría de los científicos la consideraban decidida en favor de
Darwin, aunque sólo fuese porque nunca se encontraron pruebas satisfactorias de la
transmisión hereditaria de los caracteres adquiridos. Bajo Stalin, un biólogo marginal,
Trofim Denisovich Lysenko (1898-1976), obtuvo el apoyo de las autoridades políticas
argumentando que la producción agropecuaria podía multiplicarse aplicando métodos lamarckianos,
que acortaban el relativamente lento proceso ortodoxo de crecimiento y cría
de plantas y animales. En aquellos días no resultaba prudente disentir de las autoridades.
El académico Nikolai Ivanovich Vavilov (1885- 1943), el genetista soviético de mayor prestigio,
murió en un campo de trabajo por estar en desacuerdo con Lysenko —como lo estaban el resto
de los genetistas soviéticos responsables—, aunque no fue hasta después de la segunda guerra
mundial cuando la biología soviética decidió rechazar oficialmente la genética tal
como se entendía en el resto del mundo, por lo menos hasta la desaparición del
dictador. El efecto que ello tuvo en la ciencia soviética fue, como era de prever,
devastador.
El régimen nazi y el comunista soviético, pese a todas sus diferencias, compartían
la creencia de que sus ciudadanos debían aceptar una «doctrina verdadera», pero una
que fuese formulada e impuesta por las autoridades seculares político-ideológicas.
De aquí que la ambigüedad y la desazón ante la ciencia que tantas sociedades
experimentaban encontrase su expresión oficial en esos dos estados, a diferencia de
lo que sucedía en los regímenes políticos que eran agnósticos respecto a las creencias
individuales de sus ciudadanos, como los gobiernos laicos habían aprendido a ser
durante el siglo XIX. De hecho, el auge de regímenes de ortodoxia seglar fue, como
hemos visto (capítulos IV y XIII), un subproducto de la era de las catástrofes, y no
duraron. En cualquier caso, el intento de sujetar a la ciencia en camisas de fuerza
ideológicas tuvo resultados contraproducentes aun en aquellos casos en que se hizo
seriamente (como en el de la biología soviética), o ridículos, donde la ciencia fue
abandonada a su propia suerte, mientras se limitaban a afirmar la superioridad de la
ideología (como sucedió con la física alemana y soviética). 8
A finales del siglo XX la imposición de criterios oficiales a la teoría científica
volvió a ser practicada por regímenes basados en el fundamentalismo religioso. Sin
embargo, la incomodidad general ante ella persistía, mientras iba resultando cada vez
más increíble e incierta. Pero hasta la segunda mitad del siglo esta incomodidad no
se debió al temor por los resultados prácticos de la ciencia.
Es verdad que los propios científicos supieron mejor y antes que nadie cuáles
podrían ser las consecuencias potenciales de sus descubrimientos. Desde que la
primera bomba atómica resultó operativa, en 1945, algunos de ellos alertaron a sus
jefes de gobierno acerca del poder destructivo que el mundo tenía ahora a su
disposición. Sin embargo, la idea de que la ciencia equivale a una catástrofe
potencial pertenece, esencialmente, a la segunda mitad del siglo: en su primera fase
—la de la pesadilla de una guerra nuclear— corresponde a la era de la confrontación
entre las superpotencias que siguió a 1945; en su fase posterior y más universal, a la
era de crisis que comenzó en los setenta. Por el contrario, la era de las catástrofes,
quizás porque frenó el crecimiento económico, fue todavía una etapa de complacencia
científica acerca de la capacidad humana de controlar las fuerzas de la naturaleza
o, en el peor de los casos, acerca de la capacidad por parte de la naturaleza de ajustarse a
lo peor que el hombre le podía hacer. 9 Por otra parte, lo que inquietaba a los científicos
era su propia incertidumbre acerca de lo que tenían que hacer con sus teorías y sus hallazgos. CONTINUARA...
AUTOR : Eric Hobsbawm
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