Por: Lucio Agustín Torres *
En las actuales condiciones de vida, después del colapso
económico del 2008 y cuya crisis aún no termina, trabajar se ha hecho para la
mayoría de personas, una actividad de preocupación, por escases de plazas
laborales y sobre todo bien remuneradas.
Según un informe de OIT-2014
(organización internacional del trabajo) existen 1,500 millones de personas en
el mundo, desempleados o con trabajos vulnerables, 839 millones de personas en
países en desarrollo, que reciben un ingreso de 2 dólares al día, condenados a
vivir en la extrema pobreza. Hay, pues; una realidad que supera lo académico y
la retórica de los políticos que juegan con la vida de tantos millones de seres
humanos.
Al margen de la Gran
Recesión, que ha agravado los problemas de desigualdad tanto en países ricos
como pobres, hay otros asuntos estructurales detrás de la brecha social, que es
el paro y la secuela de desempleo, producto de una economía capitalista, menos
industrial y productiva a una economía financiera y especulativa, el capital no
invierte en la producción de la economía real, ahora se traslada como capital
ficticio, al mundo de la especulación financiera o economía de casino, además
de este factor importante en el análisis de la falta de trabajo, el cambio
tecnológico y la tercerización, son síntomas que ahondan la realidad del tema.
Si el trabajador pierde el
empleo, tiene que arreglárselas solo, salir tempranito para buscar cualquier
actividad, volviendo desmoralizado por la noche cuando no lo logra. Una
sociedad justa requiere que el derecho al empleo sea considerado como un
derecho humano inalienable, junto a los otros derechos, porque sin él, el ser
humano no puede sobrevivir con un mínimo de dignidad. El universal escritor
Uruguayo Eduardo Galeano en: Los derechos de los trabajadores ¿un tema para
arqueólogos? Dice: “Más de noventa
millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Wal-Mart. Sus más de
novecientos mil empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier sindicato.
Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un desempleado más. La exitosa
empresa niega sin disimulo uno de los derechos humanos proclamados por las
Naciones Unidas: la libertad de asociación. El fundador de Wal-Mart, Sam
Walton, recibió en 1992, la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones
de los Estados Unidos”. “El poder económico está más monopolizado que nunca,
pero los países y las personas compiten en lo que pueden: a ver quién ofrece
más a cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la
vera del camino están quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos
años de dolor y de lucha”. “Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y
el Caribe, que por algo se llaman “sweat shops”, talleres del sudor, crecen a
un ritmo mucho más acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de cada diez
nuevos empleos están “en negro”, sin ninguna protección legal. Nueve de cada
diez nuevos empleos en toda América latina corresponden al “sector informal”,
un eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de Dios.
La estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores, ¿serán de aquí
a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de una especie
extinguida?
En el mundo al revés, la libertad oprime: la libertad del dinero exige trabajadores presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles. El dios del mercado amenaza y castiga; y bien lo sabe cualquier trabajador, en cualquier lugar. El miedo al desempleo, que sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar la productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia más universal. ¿Quién está a salvo del pánico de ser arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un “obstáculo interno”, para decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos eliminado los obstáculos internos”?
En el mundo al revés, la libertad oprime: la libertad del dinero exige trabajadores presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles. El dios del mercado amenaza y castiga; y bien lo sabe cualquier trabajador, en cualquier lugar. El miedo al desempleo, que sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar la productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia más universal. ¿Quién está a salvo del pánico de ser arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un “obstáculo interno”, para decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos eliminado los obstáculos internos”?
Esto es lo que necesitamos
entender: un montón de gente está sufriendo. Bajo las políticas neoliberales de
desregulación, privatización, austeridad y comercio corporativo, sus niveles de
vida han declinado precipitadamente. Han perdido trabajos. Han perdido
pensiones. Han perdido gran parte de la red de seguridad que utilizaba para
hacer estas pérdidas menos aterradoras. Ellos ven un futuro para sus hijos aún
peor que su precaria presencia.
Pero todo este drama
humano no es un castigo divino, es producto de una explotación a la fuerza
productiva, al trabajador directo creador de la riqueza, haciendo de los
trabajadores esclavos modernos, David Harvey geólogo británico, explica que las
condiciones de trabajo en la actualidad se asemejan al siglo XIX.
La precariedad, la pobreza
laboral y la desigualdad salarial son los tres conceptos centrales que permiten
caracterizar la actual situación del empleo - incluyendo la tercerización
(agencias de empleo) que han estandarizado el paupérrimo salario mínimo, y que
juegan el papel de impedimento para eludir los derechos laborales de los
trabajadores.
Si hoy los organismos que
miden con cifras estadísticas y estudian sobre el problema del trabajo como una
crisis humanitaria, con la robotización, el impacto social será mayor, enormes
ejércitos de personas, serán desplazadas por la inteligencia artificial, los
sensores y la digitalización. En definitiva, el futuro de la humanidad y de los
trabajadores dependerá de la lucha que emprendan por su liberación, más allá
del sistema capitalista.
La pregunta mi querido
lector es: ¿trabajamos para vivir o vivimos para trabajar?