Lucio Agustín Torres *
La crisis de la economía mundial se prolonga por tres años. En este tiempo, los gobiernos de todo el mundo han tratado de capear el temporal inyectando más de quince billones de euros en el sistema financiero, y celebrando cinco cumbres del G-20 para coordinar las políticas de las grandes potencias y evitar un hundimiento mayor. Pero ninguna de las recetas aplicadas ha servido. Las operaciones de rescate, sin parangón en la historia del capitalismo incluidas las fases de reconstrucción posteriores a las dos grandes guerras mundiales, sólo han inducido un mayor desequilibrio, aumentando el caos del capitalismo. La gigantesca deuda que han provocado en las naciones más industrializadas ha puesto a las finanzas públicas al borde del colapso, sin que las soluciones propuestas sirvan para evitar un nuevo descenso a los infiernos. Pero estos planes tienen otra cara: suponen una declaración de guerra contra la clase obrera, a la que se condena a años de desempleo masivo, recortes salariales, pérdida de derechos laborales, y un desmantelamiento sin precedentes de los servicios sociales. El equilibrio general del capitalismo está roto, con consecuencias incalculables en el terreno económico, social y político, y en las relaciones internacionales.
En diciembre de 2009 buena parte del mundo desarrollado lanzaba cohetes de contento por el éxito aparente de los multimillonarios apoyos de los gobiernos a sus economías. Ocurrió, sin embargo, que a poco de avanzar 2010 comenzaron a agotarse los programas de estímulo fiscal; los consumidores compraron cada vez menos y la actividad económica comenzó a reducirse casi en todas las economías industrialmente desarrolladas. Como era de esperarse, los gobiernos de los países más endeudados, como Grecia e Irlanda, entraron en una práctica cesación de pagos. Como los conductores de la economía no conocen más que una sola receta, buscaron la vía para echar mano de más planes de endeudamiento. Endeudamiento sobre endeudamiento, e intereses sobre intereses en una espiral sin fin. Como en el inicio de la presente crisis –la peor que aún vive el capitalismo–, nuevamente fue la Fed la primera en actuar; una parte de Europa protestó con vehemencia, pero al inicio del
último tercio de 2010 el Banco Central Europeo tuvo que imitar la receta, porque tampoco vio salida alguna distinta. Mientras la mentalidad prevaleciente sea la del capital financiero (los banqueros), no habrá nuevas recetas. La experiencia a la vista muestra que los países periféricos de Europa (Grecia, Irlanda, Portugal, España) son países dependientes del centro metropolitano europeo: Alemania y Francia. La globalización profundizó el fenómeno de la dependencia y muestra hoy más que nunca su alcance y profundidad. Entre más profunda y variada la dependencia, más profundos los efectos negativos de los países dependientes en circunstancias de crisis del sistema global. Lo que podríamos haber previsto como necesario ahora lo constatamos a las claras. China estaba en condiciones muy distintas que las que vivía la esfera financiera en el Occidente desarrollado, infestado con las subprime, de modo que su propio programa de estímulos dio otros resultados. El PIB per cápita de Estados Unidos es de 45 mil dólares y el de China de 5 mil. De modo que en China no hay mucho para recortar en el consumo y el mismo es fácil de estimular. No tuvo, por tanto, necesidad de un segundo programa, le fue fácil controlar la pequeña inflación que su estímulo produjo, mientras en Estados Unidos, con dos programas exorbitantes de estímulos al consumo, al no traducirse en crecimiento del consumo, aparecieron las tendencias a la deflación de los precios, mucho más temible en todos sentidos que la inflación. La deflación muy rápidamente impacta en el freno de la producción y en el desempleo. Occidente no está en el peor momento de la crisis, pero comenzará con un 2011 incierto. En tanto, China prevé un crecimiento de 10 por ciento para el mismo año. Por primera vez, China ya ve que el mayor mercado para su producción de automóviles será el propio. Mientras, continuará siendo el principal comprador de acero, carbón, cemento y de muchas otras materias primas, entre ellas el petróleo. Desde que en diciembre de 2008 surgió la fuerte crisis financiera, que aún define buena parte de las condiciones económicas en el mundo, se ha discutido acerca del papel de los mercados en la sociedad contemporánea y, con ello, el carácter mismo de los estados. Y es que esas condiciones, derivadas de la crisis, son generales y afectan no sólo a los países donde sus manifestaciones son hoy más visibles. En las naciones que hoy muestran relativa estabilidad están ocurriendo también fenómenos económicos que inciden en los procesos de producción, distribución y financiamiento. Esta es una época de cambios y turbulencias que ya abarca más de tres décadas. No hay convergencia en los argumentos que se proponen respecto de la relación sociedad-mercado. Mientras se afirma desde diversos ángulos acerca de la incongruencia social que representa someterse a los dictados del mercado, en efecto, éstos siguen marcando las pautas de las políticas públicas. Los gobiernos se ciñen, unos más y otros menos, a esas pautas. El papel de los mercados ha sido, sin duda, protagónico, en la fase de expansión del crédito y de la inversión en las bolsas que provocaron las burbujas de especulación, primero en 2001 –en las empresas de tecnología– y luego en 2008, con el auge de la construcción y las hipotecas en Estados Unidos y Europa. La etapa posterior ha estado marcada igualmente por los criterios de mercado: fuertes ajustes
económicos, especialmente en los presupuestos públicos, sea por haber expandido los déficits de modo irresponsable o porque las cuentas públicas no han soportado el peso del salvamento de los bancos que han quebrado. Ahí están atorados, en distintos grados, los gobiernos de Washington, Atenas, Dublín, Reikiavik, Madrid y Lisboa. En jaque han quedado los esquemas de jubilación y protección social, las condiciones del empleo y de obtención de ingresos y, en general, buena parte del patrimonio de la gente.
Las perspectivas se ven aún más oscurecidas por tres hechos incuestionables. Por un lado, los planes de austeridad lejos de sacar a las economías de la crisis las están arrastrando por la pendiente: en el tercer trimestre del año, el PIB de los 27 países de la UE sólo ha remontado un ridículo 0,4%, Alemania un 0,7% y Gran Bretaña un 0,8%. Las economías de Italia y Francia se encuentran estancadas y su situación puede empeorar. Por otra parte, la inestabilidad del sistema financiero mundial es una realidad, con 3 billones de euros que deben refinanciarse en los próximos 24 meses. Y, en tercer lugar, y no menos importante, los planes de ajuste están creando las bases para una guerra social sólo comparable a la de los años setenta e, incluso, a la década de los treinta del siglo pasado.
Las perspectivas de un recrudecimiento de la lucha de clases en todo el mundo, son claras. Un panorama de abierta guerra social, que tendrá un impacto tremendo en la conciencia de millones de trabajadores, mucho más después de transcurridos tres años de crisis y después de certificar que las esperanzas de volver a la situación del pasado aceptando sacrificios, recortes salariales, pérdida de derechos, no ha servido de nada salvo para enriquecer a unos pocos.
Director de Blogs Alternativos en Red *
Publicado 23 diciembre 2010.
La crisis de la economía mundial se prolonga por tres años. En este tiempo, los gobiernos de todo el mundo han tratado de capear el temporal inyectando más de quince billones de euros en el sistema financiero, y celebrando cinco cumbres del G-20 para coordinar las políticas de las grandes potencias y evitar un hundimiento mayor. Pero ninguna de las recetas aplicadas ha servido. Las operaciones de rescate, sin parangón en la historia del capitalismo incluidas las fases de reconstrucción posteriores a las dos grandes guerras mundiales, sólo han inducido un mayor desequilibrio, aumentando el caos del capitalismo. La gigantesca deuda que han provocado en las naciones más industrializadas ha puesto a las finanzas públicas al borde del colapso, sin que las soluciones propuestas sirvan para evitar un nuevo descenso a los infiernos. Pero estos planes tienen otra cara: suponen una declaración de guerra contra la clase obrera, a la que se condena a años de desempleo masivo, recortes salariales, pérdida de derechos laborales, y un desmantelamiento sin precedentes de los servicios sociales. El equilibrio general del capitalismo está roto, con consecuencias incalculables en el terreno económico, social y político, y en las relaciones internacionales.
En diciembre de 2009 buena parte del mundo desarrollado lanzaba cohetes de contento por el éxito aparente de los multimillonarios apoyos de los gobiernos a sus economías. Ocurrió, sin embargo, que a poco de avanzar 2010 comenzaron a agotarse los programas de estímulo fiscal; los consumidores compraron cada vez menos y la actividad económica comenzó a reducirse casi en todas las economías industrialmente desarrolladas. Como era de esperarse, los gobiernos de los países más endeudados, como Grecia e Irlanda, entraron en una práctica cesación de pagos. Como los conductores de la economía no conocen más que una sola receta, buscaron la vía para echar mano de más planes de endeudamiento. Endeudamiento sobre endeudamiento, e intereses sobre intereses en una espiral sin fin. Como en el inicio de la presente crisis –la peor que aún vive el capitalismo–, nuevamente fue la Fed la primera en actuar; una parte de Europa protestó con vehemencia, pero al inicio del
último tercio de 2010 el Banco Central Europeo tuvo que imitar la receta, porque tampoco vio salida alguna distinta. Mientras la mentalidad prevaleciente sea la del capital financiero (los banqueros), no habrá nuevas recetas. La experiencia a la vista muestra que los países periféricos de Europa (Grecia, Irlanda, Portugal, España) son países dependientes del centro metropolitano europeo: Alemania y Francia. La globalización profundizó el fenómeno de la dependencia y muestra hoy más que nunca su alcance y profundidad. Entre más profunda y variada la dependencia, más profundos los efectos negativos de los países dependientes en circunstancias de crisis del sistema global. Lo que podríamos haber previsto como necesario ahora lo constatamos a las claras. China estaba en condiciones muy distintas que las que vivía la esfera financiera en el Occidente desarrollado, infestado con las subprime, de modo que su propio programa de estímulos dio otros resultados. El PIB per cápita de Estados Unidos es de 45 mil dólares y el de China de 5 mil. De modo que en China no hay mucho para recortar en el consumo y el mismo es fácil de estimular. No tuvo, por tanto, necesidad de un segundo programa, le fue fácil controlar la pequeña inflación que su estímulo produjo, mientras en Estados Unidos, con dos programas exorbitantes de estímulos al consumo, al no traducirse en crecimiento del consumo, aparecieron las tendencias a la deflación de los precios, mucho más temible en todos sentidos que la inflación. La deflación muy rápidamente impacta en el freno de la producción y en el desempleo. Occidente no está en el peor momento de la crisis, pero comenzará con un 2011 incierto. En tanto, China prevé un crecimiento de 10 por ciento para el mismo año. Por primera vez, China ya ve que el mayor mercado para su producción de automóviles será el propio. Mientras, continuará siendo el principal comprador de acero, carbón, cemento y de muchas otras materias primas, entre ellas el petróleo. Desde que en diciembre de 2008 surgió la fuerte crisis financiera, que aún define buena parte de las condiciones económicas en el mundo, se ha discutido acerca del papel de los mercados en la sociedad contemporánea y, con ello, el carácter mismo de los estados. Y es que esas condiciones, derivadas de la crisis, son generales y afectan no sólo a los países donde sus manifestaciones son hoy más visibles. En las naciones que hoy muestran relativa estabilidad están ocurriendo también fenómenos económicos que inciden en los procesos de producción, distribución y financiamiento. Esta es una época de cambios y turbulencias que ya abarca más de tres décadas. No hay convergencia en los argumentos que se proponen respecto de la relación sociedad-mercado. Mientras se afirma desde diversos ángulos acerca de la incongruencia social que representa someterse a los dictados del mercado, en efecto, éstos siguen marcando las pautas de las políticas públicas. Los gobiernos se ciñen, unos más y otros menos, a esas pautas. El papel de los mercados ha sido, sin duda, protagónico, en la fase de expansión del crédito y de la inversión en las bolsas que provocaron las burbujas de especulación, primero en 2001 –en las empresas de tecnología– y luego en 2008, con el auge de la construcción y las hipotecas en Estados Unidos y Europa. La etapa posterior ha estado marcada igualmente por los criterios de mercado: fuertes ajustes
económicos, especialmente en los presupuestos públicos, sea por haber expandido los déficits de modo irresponsable o porque las cuentas públicas no han soportado el peso del salvamento de los bancos que han quebrado. Ahí están atorados, en distintos grados, los gobiernos de Washington, Atenas, Dublín, Reikiavik, Madrid y Lisboa. En jaque han quedado los esquemas de jubilación y protección social, las condiciones del empleo y de obtención de ingresos y, en general, buena parte del patrimonio de la gente.
Las perspectivas se ven aún más oscurecidas por tres hechos incuestionables. Por un lado, los planes de austeridad lejos de sacar a las economías de la crisis las están arrastrando por la pendiente: en el tercer trimestre del año, el PIB de los 27 países de la UE sólo ha remontado un ridículo 0,4%, Alemania un 0,7% y Gran Bretaña un 0,8%. Las economías de Italia y Francia se encuentran estancadas y su situación puede empeorar. Por otra parte, la inestabilidad del sistema financiero mundial es una realidad, con 3 billones de euros que deben refinanciarse en los próximos 24 meses. Y, en tercer lugar, y no menos importante, los planes de ajuste están creando las bases para una guerra social sólo comparable a la de los años setenta e, incluso, a la década de los treinta del siglo pasado.
Las perspectivas de un recrudecimiento de la lucha de clases en todo el mundo, son claras. Un panorama de abierta guerra social, que tendrá un impacto tremendo en la conciencia de millones de trabajadores, mucho más después de transcurridos tres años de crisis y después de certificar que las esperanzas de volver a la situación del pasado aceptando sacrificios, recortes salariales, pérdida de derechos, no ha servido de nada salvo para enriquecer a unos pocos.
Director de Blogs Alternativos en Red *
Publicado 23 diciembre 2010.
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